
Pilotar requiere precisión y decisión. Pero, por encima de todo, exige suavidad y un profundo dominio de las transferencias de masa y las inercias del coche. Y eso es lo que se adquiere conduciendo un car cross.
La adquisición de una coordinación psicomotriz elevada que permita desarrollar una actividad física de manera instintiva se denomina dominio. Cuando se adquiere dominio, gran parte de los movimientos relacionados con la actividad se automatizan. Se vuelven instintivos. Descargando a los centros superiores del cerebro de la tediosa tarea de analizar y decidir sobre actividades repetitivas, se libera capacidad de proceso para centrarse en planear, planificar y ejecutar… que es en lo que realmente consiste el pilotaje.
Adquirir dominio requiere entrenamiento. Y el entrenamiento debe realizarse en un entorno adecuado y controlado, en el que no existan riesgos o, al menos, sus consecuencias estén controladas. Obviamente, una carretera pública no es el lugar apropiado para ejercitar las habilidades de conducción… más allá de las relacionadas con la eficiencia y el respeto escrupuloso a las normas de circulación.
Descartando el aprender en la calle, la segunda opción de entrenamiento suelen ser los karts. Un kart es un coche de competición tan extremadamente simplificado que carece incluso de suspensión. Es un buen ‘buque escuela’, pero también es un entorno de aprendizaje algo penoso. Diminuto, poco confortable, físicamente exigente, bastante poco fiable –sobre todo, cuando comenzamos a hablar de modelos más o menos serios, con motores de dos tiempos y marchas–… y, por ende, caro de mantener. Es un instrumento simple y purista, que permite practicar en el límite, pero que no permite ir mucho más allá de él.
Frente al karting, el car cross, autocross o kart cross ofrece una alternativa mucho más práctica, confortable, desenfadada, segura y fiable. Y no te quepa duda de que también es emocionante. Aunque el karting siga siendo la academia de pilotaje por excelencia, cada vez hay más pilotos que, como Iván Ares, propietario del car cross Semog que vamos a probar –y Campeón de España de Rallyes de Asfalto, entre otras muchas distinciones–, recomiendan iniciarse en el autocross como vía para adquirir un control instintivo de cualquier clase de vehículo. Pilotos que ven en esta disciplina el camino para dominar la fuerza; para adquirir algunas de las habilidades inherentes a un Jedi del volante.
Para poner a prueba esta teoría –además de flipar un rato con su coche–, Iván nos ha invitado a probar, en el circuito de autocross de Carballo (A Coruña), el car cross construido por Semog –y preparado por la escudería de Iván– con el que compite en el Campeonato de España de Autocross… y también en el Campeonato Europeo, en el que se estrenó el pasado 22 de septiembre corriendo en la prueba del circuito italiano de Maggiora.
En esencia, todos los car cross son bastante similares. Se trata de vehículos sencillos, robustos y fiables, concebidos para resistir un trato duro sin dar demasiados disgustos. Parten de un chasis tubular completo, con arco antivuelco, sobre el que se montan suspensiones de paralelogramo deformable de bastante recorrido, un propulsor de moto –incluido el cambio– y una transmisión de cadena a un eje trasero carente de diferencial.
En el interior del chasis, se monta un baquet con un arnés homologado. Dirección y frenos carecen de asistencia. El cambio es manual secuencial –generalmente se trata de una adaptación del cambio del propulsor de moto–. También sueles contar con un freno trasero de accionamiento hidráulico mediante palanca. Hasta aquí, podríamos definir un car cross como una versión de un kart dotada de suspensiones, protección antivuelco y un grado decente de confort. Y básicamente ese es el antecedente histórico de estos vehículos: karts nórdicos adaptados para rodar sobre superficies degradadas.
Por supuesto, el Semog Bravo Sport Ares 2019 que vamos a probar no es exactamente la clase de car cross que puedes encontrar en las secciones de anuncios por palabras de Internet por menos de 8.000 euros. Está dotado de suspensiones con amortiguadores regulables, así como de todos los aditamentos que consiente el exigente reglamento federativo de la disciplina, y está propulsado por el rabioso motor de una Suzuki GSX R de 125 CV. Combinado con un peso de 350 kilos, la relación peso-potencia se sitúa por debajo de los 3 kg/CV, un dato que marca la frontera entre lo rápido y lo vertiginoso. Cuesta alrededor de 23.000 euros –una cifra elevada, aunque no inalcanzable–, e iniciarse con él en la disciplina podría comparase a aprender a volar con un avión acrobático fabricado por Sukhoi o Extra. Va a ser emocionante, sin duda.
Una montura sencilla y bondadosa
Sin su carrocería fabricada en kevlar y poliéster, el Semog tiene una apariencia sencilla, compacta y poco intimidante que invita a inspeccionarlo de cerca. No cabe duda de que estos vehículos son sencillos y fiables, y hasta un idiota provisto de las herramientas adecuadas podría animarse a realizar las tareas de mantenimiento básicas.
El chasis tubular tiene una apariencia indestructible, y los pocos elementos mecánicos están montados de manera limpia y ordenada. Los brazos de la suspensión, construidos también en tubo de acero, parecen terriblemente robustos, especialmente los traseros. Y cuando miras de cerca, y reparas en los amortiguadores Öhlins regulables de cuatro vías, confirmas que estás delante de algo muy distinto a un car cross amateur.
Acceder al interior no requiere demasiado contorsionismo, especialmente si te aprovechas del hecho de que el volante es extraíble. Basta con abatir la rejilla de protección y deslizarse a través del amplio espacio que crea el entramado de tubos. Salir con dignidad requiere mucha más práctica, pero ese es un problema que ya abordaremos más tarde.
Cuando caes al interior, te recibe un duro y estrecho baquet de kevlar, desprovisto de cualquier clase de acolchado y dotado de un arnés de seis puntos. Frente a ti, tienes un volante sencillo, de un diámetro considerable y conectado a una caña y cremallera sin ningún tipo de asistencia y que, en parado, tiene el lógico tacto duro y algo tosco. A tu derecha, tienes dos palancas de aluminio. La primera acciona el cambio secuencial del motor de la Suzuki –la primera se inserta empujando hacia delante, y las demás tirando hacia atrás–, y la segunda acciona el freno de mano hidráulico trasero. Según me informa Iván, su única utilidad es mantener el car cross frenado a la hora de realizar arrancadas.
Los pedales tienen una ubicación deliciosa y el tacto esperado: un embrague muy suave y un freno sin asistencia que adquiere una consistencia pétrea una vez que has agotado el recorrido inicial. Finalmente, delante de ti hay una pantalla digital de instrumentación –retroiluminada en azul, y que difícilmente vas a tener tiempo de consultar– y un gran indicador de marcha que, una vez en pista, se va a convertir en único display relevante. El chasis tubular proporciona bastante espacio, y el diámetro de los tubos consigue que te sientas seguro y confortable en tu pequeña y austera jaula de seguridad.
La puesta en marcha es muy sencilla. Cierras el contacto, jugueteas un poco con la palanca del cambio hasta conseguir que el indicador muestre una gran N y pulsas el botón de arranque. El motor cobra vida de inmediato, y se estabiliza en un ralentí grave, levemente acelerado y un poco atronador. Suena muy diferente al de una moto y no anticipa en absoluto la magnitud del infierno que se va a desatar a tus espaldas. En ese momento, tampoco eres muy consciente de lo intensamente que vas a interactuar con los elementos.
El circuito de Carballo es una pista corta y rápida. Comienza con una larga recta que desemboca en una amplia curva a derechas en subida, seguida de otra recta rematada con una horquilla a izquierdas y una cuesta abajo con una curva a izquierdas, que se cierra a la salida, está contraperaltada, y muestra una marcada tendencia a escupirte hacia el talud. Normalmente, los circuitos de car cross se riegan para reducir el polvo y mejorar la adherencia. Pero como rodábamos en solitario, pensamos que era una medida innecesaria. Más tarde Jaime, nuestro fotógrafo, nos explicaría, cubierto por una capa de polvo que le daba aspecto de estar recién salido de la operación Tormenta del Desierto, que eso de ‘solos’ no era del todo exacto. Mil disculpas, Jaime.
Selecciono primera, tiro de la palanca del freno de mano, piso el embrague y me preparo para liberar palanca y pedal al unísono. Acelero a fondo para preparar la salida, y el bramido del motor se convierte en un intenso chillido histérico que el casco apenas logra amortiguar. Más tarde, comprobaríamos que la presión sonora incluso saturaba los micrófonos de las cámaras de vídeo.
La arrancada te teletransporta de manera instantánea al mundo del sobreviraje, mientras recorres metros y metros en primera y segunda velocidad y con las ruedas girando tres o cuatro veces más deprisa de lo que avanza el Semog. La flotación de la dirección en la leve chicane que precede a la primera curva te insinúa lo importante que es tener peso sobre el eje delantero. Y para cuando llegas a la curva a derechas, tu cerebro está buscando tan desesperadamente el manual sobre cómo controlar las transferencias de masa como un par de pilotos de aerolínea rebuscan en los procedimientos de emergencia mientras descienden en picado hacia el mar a bordo de un Airbus con los dos motores parados.
En un car cross, el equilibrio dinámico es Dios. Entra acelerando en una curva e iniciarás una arrastrada que se convertirá de manera torpe y progresiva en un sobreviraje. Acelera a fondo cuesta abajo –o pisa acelerador y freno–, y te volverás una peonza. Todos estos efectos se dan en un coche convencional, pero sólo los mejores conductores son capaces de percibirlos y gestionarlos. En un car cross, esos fenómenos se multiplican por mil. No es que aprendas a hacer ‘bailar el coche’: es que esa es la única manera de conducirlo.
La larga cortrarecta representa una prueba de fuego para tus nervios, porque cada décima de segundo que el motor Suzuki pasa girando relativamente cerca de su corte de inyección, el Semog gana más y más velocidad. Clavo frenos a una distancia prudente de la curva, y recibo otro baño de realidad: un car cross no frena, ni de lejos, como un coche de circuito. Me concentro para abordar la curva como es debido, convirtiendo energía cinética en sobreviraje y ajustando el ángulo con el gas. Empiezo a engancharme.
Recorro la cuesta abajo que viene a continuación con cautela, atacando pronto el vértice de la curva a izquierdas y acelerando a fondo sólo cuando la cosa parece estar encaminada. Eso únicamente sirve para aprender una nueva lección –van cinco o seis en mil metros– mientras compruebo aterrado cómo el Semog comienza a deslizar lateralmente hacia el talud de tierra que flanquea la salida de la curva. Por suerte, el proceso es tan lento y sereno que tengo tiempo de pensar, abrir la dirección, mirar a lo lejos y mantener el acelerador clavado a fondo mientras la deriva del Semog se neutraliza. Consigo librar el talud por unos 30 centímetros… y lo más importante: ¡sin que me vea Iván! Uffff.
Empleo las siguientes vueltas en asimilar lo interactivo que es el Semog. Por supuesto, es un auténtico festival de sobreviraje. Pero lo impactante es que cualquier gesto sobre los controles se traduce en un cambio generoso de actitud, de carga sobre los ejes y de adherencia sobre los neumáticos. Y eso es precisamente lo que buscábamos. Tras conducir un car cross es imposible subirse a un coche e ignorar cómo se transfiere peso al frenar o girar. La dinámica de un coche está compuesta por seis grados de libertad, y un car cross te los revela de manera cristalina.
Sigo dando vueltas y disfrutando con nuevos experimentos en cada curva, porque el Semog es un auténtico parque de atracciones. Todo lo que siempre has escuchado sobre aflojar para apoyar de delante, redondear, deslizar, balancear, cambiar de apoyo, enlazar cruzadas… es la composición del ADN del un car cross.
El combustible está a punto de agotarse cuando se cierne sobre el circuito un clásico diluvio gallego, suavizando el comportamiento del Semog y haciéndolo aún más divertido. La carrocería parece enfocar el agua hacia el interior del habitáculo, y completo las últimas dos vueltas como si me estuvieran apuntando a la cara con una ducha de hidromasaje, consumiendo todos los plásticos desechables que incorporan las gafas.
Para aprovechar las prestaciones del Semog hacen falta genes de piloto, pero para divertirse con él basta con arrancarlo.
–¿Esto es bueno para coger tacto?, le pregunto a Iván.
–Esto es lo mejor que existe para aprender a dominar un coche, me confirma. Habrá que empezar a buscar uno en Internet…
Datos técnicos del Semog Bravo Sport Ares 2019
- Motor 4 cil. en línea, 600 cc, atmosférico.
- Potencia 125 CV a 16.000 rpm Peso 350 kg
- Relación peso-potencia 2,8 kg/CV
- 0-100 km/h 3 segundos Vel. máxima 170 km/h.
- Precio 23.000 euros